noviembre 25, 2007

Los ojos del corazón




Faltaba algo, a Inés siempre le faltaba algo. Pasaba sentada muchas noches esperando, ya no le importaba que sonara o no el teléfono, ya no le interesaba el timbre de la puerta, sencillamente se trataba de la espera, esa espera espesa que comenzaba a colgársele de los hombros y la iba aplastando hasta contracturar su espalda media, doblegándole la columna vertebral hacia su mínima expresión. Se sentía como un ovillo de hilo tembloroso, como un capullo que encierra una mariposa sin alas. Y lo que sucedía era muy sencillo: un puente jamás es unilateral y ella comenzaba a sentirse cansada de tanto estirar sus manos.

Los puentes

Hay muchos tipos de puentes, Inés prefería aquellos que se forman al unir una semilla de Sésamo con un granito de Arroz, cuando un hombre y una mujer se abrazan con tanta fuerza que sus brazos y muslos están enroscados en suave fricción. Inés se emocionaba con aquellos puentes que se forman al unir Leche con Agua: cuando dos amantes se aman con violencia y sin miedo al dolor, como si desearan penetrar en el cuerpo del otro, abandonados. Y también optaba por aquellos puentes que inician en la pupila de uno para terminar en la pupila del otro, aquellos que inician en la mano de uno y terminan con la mano del otro, intercambiando luz, abriendo convexidades en una superficie lineal, transformando los días y las noches en hermosos caleidoscopios, en dientes de león. Sin embargo esto no era posible para Inés, pues Pablo, su gran amor, tenía aún muchos puentes del pasado qué reacomodar para poder abrir nuevos enlaces con ella.

El cuerpo de Pablo

Desde la primera vez que Inés conoció el cuerpo desnudo de Pablo supo que él encerraba mucho dolor, sus omoplatos hechos nudo, sus hombros endurecidos como piedras, la gran cantidad de cicatrices solo reflejaban sufrimiento añejo encerrado quien sabe por cuanto tiempo allí. Inés pasaba largo tiempo llenándolo de caricias reparadoras, de besos reconfortantes, ella pensaba que insertando sensaciones placenteras en el cuerpo de su amado podría abrir nuevas conexiones, nuevas dimensiones en su memoria corporal y por ende, en la memoria de su alma. Pero Pablo era impenetrable, las caricias de Inés no lograban traspasar ni un ápice hacia el interior de su corazón y sobre todo, Pablo no estaba listo para gritar, ni para vomitar, ni mucho menos para dejarse caer ante un nuevo indicio de amor. Él no lo sabía, pero aun se resistía a volver a empezar.

La sala de espera

Inés escuchaba el tic-tac del reloj, sentada en una silla incómoda, se hacía miles de preguntas que desgraciadamante nadie podía contestar, se comenzaba a sentir sola y fue cuando tomó una decisión muy a pesar del dolor que esta implicaba, decidió abrir su corazón y dejarse volar, tomó una hoja de papel y escribió a Pablo la siguiente nota:

Amor:

Es posible que aún existan puentes que te enlazan hacia otro punto en el que, claro está, no existo yo; es posible que tu historia sea muy dolorosa y que por eso me tengas miedo, es posible, incluso, que simplemente no me quieras, por eso hoy te lo digo: te invito, yo estiro mi mano, sin embargo,si tú no le das el lugar que le corresponde a todo lo que llegó antes que yo, los ojos de tu corazón jamás podrán mirarme, y yo, renuncio a quedarme en la antesala de tu vida.




Si supieras cuanto te amo...



Inés



Inés se entregó a esa nota de una manera catártica y al finalizarla comprendió que debía irse, que esa sensación de incertidumbre era porque aun, después de tanto tiempo compartido con él, no había logrado ni siquiera acariciar el interior de Pablo. Entonces hizo una maleta pequeñita, con las cosas suficientes para sobrevivir y abandonó ese lugar frío y pálido como una sala de espera.









Imágenes: Eugenio Recuenco

noviembre 20, 2007

Despedida


Lo supo: es momento de apagar las luces. Con un ligero desprendimiento de su aliento consumió el fuego que la había estado acompañando en esa despedida nocturna. Llegó la hora de doblar las sábanas, de abrir las ventanas, de recolectar las pertenencias e introducirlas en una cajita que después enterraría bajo la tierra. Agrupó los objetos en un mismo lugar, dobló la ropa y limpió los zapatos empolvados, lo más difícil fueron las almohadas, pues aún creía percibir el calor y la silueta de la cabeza marcada. El aire se le acababa con cada cosa que tocaba y por momentos sentía que otra vez no podría. Comenzó a llorar y bastó con echar un vistazo a la ventana para descubrir que afuera llovía, que unas nubes oscurísimas y frondosas se habían apoderado del cielo y que era tiempo de otoño, entonces lo confirmó: ya es hora; quedaba una vela por apagar y se resistía como se resiste un niño a enfrentarse por primera vez a una mirada desconocida, como se resiste el equilibrista a dejarse caer. En sus brazos comenzó a experimentar ese temblor ya tan conocido, ese por el que tantas veces renunció a las curaciones y las suturas, ese por el que decidió condenarse a sí misma a experimentar un dolor perpetuo de eterno retorno. Sin embargo en el fondo esta vez había algo diferente, el malestar era el mismo, incluso posiblemente más intenso; las lágrimas eran las mismas, el espacio igual pero en ella se había desarrollado algo como un nuevo instinto de sobrevivencia que en esta ocasión era inevitable escuchar, además del cansancio de haberse entregado por tanto tiempo a una alquimia absurda de la que sólo obtuvo mounstros de corazón necrotizado. Esta vez esas pequeñas cosas, pequeñas en comparación con su maldito apego y con el peso de la muerte, marcaban una diferencia infinita ante las demás. En su vientre sintió un impulso que tampoco era nuevo pero sí lo suficientemente fuerte como para no dar marcha atrás, esta vez no, y con un fuerte ciclo de respiración profundo puso fin a la flama de la última vela. Si-len-cio. Os-cu-ri-dad.
No existe una onomatopeya para representar el sonido de esa noche, después de la última vela se intensificó su ardor, sintió como si de repente le hubieran arrancado los brazos, como si en cuestión de segundos hubieran comenzado una serie de microinfartos que la impulsaron a correr desesperadamente hacia el espejo, necesitaba verse, gritarse para no dejarse ir. Se desplomó en su intento de reconocimiento y al tocar el suelo helado comenzó la asfixia. Abrió su garganta y por fin pudo expulsar un enorme grito, al principio solo le era posible articular una vocal y poco a poco su garganta se fue acomodando de tal manera que pudo pronunciar su propio nombre, y se llamó una y otra vez, sus gritos se fueron haciendo más profundos y descubrió que se había olvidado de cómo era su rostro, su olor y su cuerpo. Comenzó a llorar como nunca lo había hecho y se fue incorporando hasta estar completamente de pie. Despacio, muy despacio, a tientas encontró el espejo y gracias a una ligera luz que lograba penetrar por la ventana pudo encontrar sus ojos, esos que tampoco recordaba, y fue entonces que decidió decir la verdad, por primera vez en mucho tiempo había elegido dejar de mentir y sobre todo, dejar de mentirse. Necesitaba desbloquear su garganta infectada de tanta cobardía, se observó una vez más y ante la profundidad de su mirada se dijo aquello que tanto se había empeñado en negar: está muerto.


Imagen: Lylia Corneli


noviembre 11, 2007

Beneath The Rose




You will be cry, queen you have find love...

Ley del mordisco amoroso

“Todas las partes del cuerpo que pueden besarse, pueden también morderse, a excepción del labio superior, el interior de la boca y los ojos”…

Ley del Mordisco Amoroso en el Kama Sutra

Paradita, paradita, así, paradita- le decía él mientras la tomaba por la cadera y le mordía la espalda, incertándole los dientes hasta transformar su piel en un cielo plagado de nubes quebradas.- Paradita chiquita, no te muevas- le seguía diciendo mientras con sus grandes manos le apretaba la cadera y la acercaba hacia sí, restregándola contra él. Mientras, ella se miraba al espejo y obserbava la imagen: él detrás de ella, embarrándose sus glúteos en la pelvis, mordiéndola; ella semidesnuda, veía como sus pechos colgaban de manera natural por la postura en la que estaban, y sentía, sentía ese dolor en los ovarios, comenzaba a gemir involuntariamente, el aire se iba. Él ahora, con una mano la empujaba presionándola del bajo vientre hacia su cuerpo y con la otra enredaba los dedos entre el cabello de ella y comenzaba a jalarlo entre tironcitos suaves y contundentes. Ella, no podía más, se desvanecía entre esas sensaciones, sentía que moriría- Ya es hora chiquita, no puedo más- le dijo, y mientras, bajaba el cierre de su pantalón para sacar un pene hermoso, moreno y grande que dejaba ver un lunar perfecto en su base. Comenzó a untarlo entre los glúteos de ella, que aún no se había quitado las pantaletas- Ven chiquita, te quiero ya, paradita, me gustas paradita no te muevas- le decía al oído. Mientras ella, pasaba una de sus manos entre las piernas de ambos hasta llegar a los testículos de su hombre para acariciarlos de atrás hacia delante, y cada vez que él sentía esa caricia abría la boca y desvanecía su cabeza gimiendo ahogadamente. Él, en un lapso de recuperación y fortaleza arrancó de un tiro las pantaletas de su compañera, miró detenidamente entre las pompis de ella una vulva perfectamente hinchada para introducir su bello pene en una vagina igualmente hermosa, rosada y completamente mojada. Él comenzaba una danza de ritmo constante, parpadeante, apretándola cada vez más de las caderas, detrás de ella, encajándole las uñas, marcando su piel de medias lunas, gimiendo como un león que está dispuesto a todo. Ella sentía que se le iba la vida, atravesada, equilibrando con todas sus fuerzas el peso de ambos entre sus rodillas y sus manos.
-¡Espera¡- articuló débilmente ella- quiero verte, quiero mirar tus ojos, quiero ver la ventana por la que se me puede ir el alma-.
Entonces cambió bruscamente de postura y se acostó frente a él
–Ven- le dijo imperantemente- te quiero cerquita, quiero sentir tu corazón-.
Él acudió al encuentro y comenzó a besarle compulsivamente todo el cuerpo con los labios, después con la lengua hasta que los dientes aparecieron una vez más para llenarla de mordiscos amorosos, mordiscos ocultos, mordiscos hinchados, mordiscos silenciosos, mordiscos desesperados, mordiscos con labios y con dientes, salubres, tóxicos, agridulces, desconfiados, tibios o mojados. Entonces, él se transformó en un jabalí y comenzó a dejarle marcas que alternanaban con sus dientes y trozos de piel enrojecida. Pero ella, que estaba tendida debajo de él, colocó un pie en el hombro de su amante, permitiendo con esto una nueva y maravillosa penetración, estirando la otra pierna sobre el lecho parecía una preciosa rama de bambú con una enorme hendidura que él disfrutaba casi hipnotizado. Ambos se gozaban, como se gozaban hasta explotar como dos cometas que han decidido lanzarce al vacío.
Unos minutos después ella lo acariciaba tiernamente con las yemas de sus dedos, había tanto silencio en la habitación que se podía escuchar el rozar de sus yemas con la piel de su hombre, permanecían callados hasta que él rompió el silencio…
-Va a doler- dijo
-¿Qué?- preguntó ella
-Esto va a doler cuando termine- respondió- y ya no hay retorno.


Imagen: Will Santillo

noviembre 07, 2007

What´s a Girls To Do?

Bat for Lashes

El depredador interno



Esta lágrima no es capaz de contener el dolor de mis riñones.


Sé que tengo que partir,


esta noche moriré degollada,


sin embargo no perderé mis ovarios de diesiocho centímetros.





La distancia que me separa de ti se puede medir


con la huella dactilar de cualquiera de tus dedos.


Renuncio a la libertad de tu cuerpo:


depredador silencioso con el que me convierto


en mariposa volando en un aire ciego.





Este grito no es una maleta,


no cabe en él mi muerte


ni la fuga espesa de mis muslos aterrados.


Abrí tu puerta oscura,


descubrí mi cuerpo agonizante,


mi luna conectada a un respirador artificial.





Sé que tengo que partir,


esta noche moriré asfixiada,


sin embargo no perderé la llave


que nunca dejará de gotear la ley eterna


que rige sobre esta historia:


si bien puedo hacer que tu maldad retroceda,


no es posible eliminarte para siempre.


Volverás.





Imagen: Lylia Corneli


noviembre 05, 2007

Reinsidente


Regresé, regresé y me tuve que dividir, el don de la ubicuidad es tan fácil de adquirir cuando se trata de autodestrucción, porque siempre hay una parte que se resiste a entregarse por completo a esa enfermedad. Regresé, fallé, lo sé y ahora estoy disociada, no es posible acudir enterita al matadero.

Imagen: Lylia Corneli